Flor como aquel narciso no se veía en muchos kilómetros a la redonda. No era grande, aunque si muy gracioso. No tenía mucha apariencia, pero difundía alrededor un embriagador e intenso aroma.

Y él - lo sabía, porque podía contemplarse a su gusto en el arroyuelo que corría a sus pies. Se sabía hermoso y no ignoraba que, en gran parte, debía su gracia de sus pétalos y el aroma de la corola - también el brillo de sus tersas hojas - al vigor que empapaba el terreno y vivificaba sus tiernas raíces.

Por todo ello se contemplaba con vanidad en el arroyo, mas también con gratitud.

Y decía:

- Si soy agradable solamente porque el agua me llega a través de la tierra, ¿quién sabe cómo llegaría a ser si me metiese entero en el arroyo? Indudablemente, me haría más grande y mas esbelto.

Tal vez, crecería hasta convertirme en un árbol de grueso tronco y largas ramas, cubierto de muchas flores. Y quizás algún día, llegase también a dar frutos.

Soñando de esta manera, el narciso se inclinó tanto que hacia el agua, que ésta le arrastró en su corriente.

Al verse llevar por el agua, pensó:

- ¡ADMIRABLE! Ahora, metido por completo en este líquido de plata, me convertiré en una verdadera maravilla.

Sin embargo, a las pocas horas, la vanidosa flor estaba ya marchita. Sabía muchas cosas el narciso; pero no todas. Y entonces, aprendió - demasiado tarde, por desgracia - que incluso las cosas buenas se deben usar con moderación.

Antología Comunicativa.(1988) El narciso vanidoso. Cali: Editorial Norma
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